“Camila, este viernes hay toma ¿vamos?
El viernes te vi en una de mis visiones”.
Nunca acepté ir.
Prólogo
¿Existe una “comunidad del yagé”? Más allá de la efusividad mística de esa impresión personal, parece ratificarse cierta comunión cada vez que se encuentran dos iniciados. Un entendimiento implícito que apenas es declarado por un destello de la pupila, un leve brillo ensimismado que observa, en la memoria, aquello que vislumbró en el trance por primera vez.
Siguiendo la melodía del taita Ariel Michavizoy, las dos autoras se enfrentaron a la medicina del yagé desde distintos roles: como receptora, una de ellas, y como cuidadora y observadora, la otra. Pero la experiencia del yagé es ya parte de ambas, como de todas las personas que compartieron la toma. Porque el remedio no es solo un periplo individual, sino un latido comunitario de energías compartidas. Por eso el producto que aquí se presenta es una síntesis creativa que inicia en una decisión, se describe en la grabación de la experiencia concreta y se reconfigura a partir de la memoria y del diálogo.
Esta crónica es textual, visual y sonora y está pensada para que cada producto sea disfrutado a su tiempo, de manera no simultánea, aceptando los distintos acercamientos que cada uno nos propone: uno más reflexivo, la crónica; otro más intuitivo, con las ilustraciones; y uno de sensaciones hápticas y sinestésicas, desde el paisaje sonoro.
Eva G. Tanco
Docente de la Escuela de Comunicación Social de la Universidad del Valle.
Dicen que la universidad es una época inolvidable; que está llena de aventuras y amistades. Para mí, siempre se ha tratado de una responsabilidad muy poco divertida: mi camino ha sido solitario por elección. Nunca me llamó la atención asistir al Festival de Cine en Cartagena o al Festival Gabo de Periodismo en Bogotá. Por eso fue tan extraño querer participar en el 11° Encuentro de Pueblos y Semillas en La Vega, Cauca. Yo, una joven de 21 años que se rehúsa a dejar de maratonear sus cuatro series favoritas los fines de semana, estaba maravillada con la idea de intercambiar conocimientos con comunidades del suroccidente de Colombia, dormir en carpas durante tres días y probar recetas oriundas de la región, como la famosa mayonesa de papa cidra. Sabía que el Encuentro de Pueblos y Semillas era un viaje diferente: más que una excursión, sería una paliza de realidad. Durante la planeación de nuestra salida de campo sentí que la vida me estaba dando la oportunidad de perderme algo. El destino me advertía que la travesía me patearía por fuera de mi zona de confort. Justo un par de días antes del viaje aparecieron tantos inconvenientes que consideramos cancelarlo: que si íbamos muy pocos, que si la universidad no nos concedió recursos, que si el encargado del transporte estaba de vacaciones… Sin embargo, era un viaje que debía suceder, pues nos confirmaron a última hora que sólo asistiríamos cinco estudiantes, y la universidad nos dio un bus. El costo para llegar a La Vega, un recóndito pueblo caucano descolgado en el Macizo colombiano, fue de ocho horas de maravillosos paisajes llenos de imponentes montañas y curvas rebeldes que me tentaron a devolver todo el mecato que había tragado durante el viaje. Lo más dulce, sin embargo, no fueron las galletas de chocolate, el arequipe o las Frunas, sino la delicada y aguda voz de Jessica, una de mis compañeras. “Quisiera tantas cosas más, quisiera…”. Cantó mientras todos mis sentidos se conectaron con el lugar al que llegaría. Al ritmo de su voz me di cuenta de que dejaba mi añosa soledad para disfrutar de cálidas compañías. Dejaba los estandarizados edificios de la ciudad para detallar el gradiente de verdes en los árboles. Dejaba la apresurada música estruendosa para respirar al ritmo de melodías más pausadas y orgánicas.
El encuentro de Pueblos y Semillas tenía una línea de trabajo llamada “Juventud, género y diversidad”, a la cual, junto con mi amiga y compañera de clase Lilá, planeábamos acercarnos. Desde muy joven me apasiona el enfoque de género y el feminismo, aunque muy pocas veces había podido trabajarlo en la universidad. Aquí imaginaba encontrar mujeres dedicadas a tratar el género en la ruralidad, y pensé que me sentiría feroz como cuando un lobo solitario por fin encuentra una manada. Nos llevamos una sorpresa cuando el género no se abordó como esperábamos. Para mí no tenía sentido imponer nuestra visión citadina del género en una comunidad interesada en rescatar la voz de la juventud, no porque el género no tenga lugar dentro del tema, sino porque necesita un espacio independiente. Uno donde sea protagonista, no donde tenga que luchar constantemente por no ser olvidado. Decidimos acercarnos a la línea de trabajo de Medicinas Ancestrales, y puedo decir que entonces comenzó verdaderamente el viaje.
El Taita Ariel proviene del resguardo indígena de Mandiyacu, en las montañas de Mocoa, Putumayo. Es un hombre alto, de unos 45 años; porta siempre una expresión afable que produce confianza y de su ser emana serenidad. Tiene el curioso gesto de levantar las cejas casi todo el tiempo, mira directo a los ojos cuando escucha y comparte generosamente su conocimiento con todas las personas que se acercan. Fue una fortuna conocerlo, y maravilloso escucharlo, pues yo no conocía nada sobre medicina ancestral y sentía que absorbía información a gran velocidad. En la cena le mencioné a Eva, profesora a cargo del viaje, que deseaba ir a la toma de yagé anunciada por el Taita Ariel. Durante todo el viaje Eva nos apoyó sin moderaciones; quería que exploráramos y aprendiéramos, y, por supuesto, esa no fue la excepción. Nunca pensé que mi idea escalaría tanto...
A la toma fuimos ocho personas: cinco tomaríamos yagé y tres estarían cuidándonos. Le pedimos permiso al Taita Ariel y realizamos un registro sonoro. Me sorprendió que nos lo permitiera de forma tan espontánea, pero entendí que su transparencia con la medicina se debía, además de la naturaleza dadivosa que lo caracteriza, a su percepción de la ceremonia. El Taita Ariel deja de lado el enigma y el misterio para rescatar la belleza de la bebida sagrada: “¿Hermoso, no? ¿Cómo está quedando?”, le preguntó a Lilá horas más tarde, justo en medio de la toma e interesado en la grabación.
Antes de ir cené bastante bien, aún sabiendo que todo lo que ingería se regresaría en unas horas. “Es mejor comer para tener fuerzas y tener algo que…” nos aconsejó el yerno del Taita (quien es también su aprendiz y colaborador) mientras recreaba la expulsión del vómito con la mano. Entonces la profesora Eva me reveló algo muy importante que nunca había considerado o escuchado antes. Sabía por fuentes diversas que tomar yagé era algo muy serio, que debía hacerse con un propósito espiritual. Sin embargo, mi profesora me advirtió que se trataba también de una experiencia colectiva, cosa que jamás imaginé porque pensaba que era una travesía puramente personal e individual. Esto marcaría mi trance en muchos sentidos.
La toma comenzó a eso de las once de la noche en el salón de la Junta de Acción Comunal de La Vega. Los hombres hicieron una fila por un lado y las mujeres por otro. A ellos les dieron la medicina primero y recordé aquella nefasta costumbre de servir la comida primero a los hombres. Yo era una de las últimas en la fila de mujeres, y aunque en ningún momento sentí nervios o miedo, mientras daba pasos hacía el Taita, temblaba un poco. Meses después, mi cuerpo aún se sacude cuando algún sonido o algún olor me devuelve a esa noche. Tomamos Yagé del Tigre, crudo. Era un líquido oscuro y aguado de sabor amargo, como una combinación entre café, aguardiente y algo más que no pude descifrar. Después de tomarlo me senté en la esquina que escogimos con mis compañeros para acostarnos cuando fuese necesario. Apagaron las luces, encendieron velas y ya no me moví de ese sitio en toda la noche.
El primer vómito ajeno no tardó más que un par de minutos. En nuestro grupo, Jessica, la maravillosa voz del trayecto en bus, fue la primera en sentir los efectos del yagé. “Siento que el alma se me sale del cuerpo” me dijo con sus grandes y expresivos ojos llenos de lágrimas brillantes. Jessica temblaba, se limpiaba el sudor de las palmas con los jeans y agarraba mi mano, apretando los labios como para no soltar un berrido. La toma no me hacía efecto aún, pero comencé a preocuparme demasiado por ella; sentía su angustia y me desesperaba no poder darle tranquilidad. Esos minutos fueron eternos y tortuosos porque todos comenzaban a sentir el trance, excepto yo. Por haber estado tan atrás en la fila, fui una de las últimas. Eva, como en muchas ocasiones, vino a mi rescate para ayudar a Jessica porque el yagé no tardaría en hacerme efecto. “¿Esto va a ser así?”, le preguntó Jessica, y antes de que Eva hablara, en mi mente rogué para que la respuesta fuese que no. Se la llevó a buscar al Taita con la esperanza de que le diera tranquilidad, y yo comencé a llorar por ella. Me dolía verla sufrir, me punzaba el pecho como si fuese mi propia carne la angustiada. Creo que esa sensibilidad fue el inicio. Fracasé con Jessica porque no pude transmitirle mi paz, pero sí me quedé con su miedo. Tuve que naufragar hasta encontrar de nuevo algo de serenidad, y en un intento por dejar de pensar en ella, me quedé cerca de Lilá, dibujando. Apenas había repartido un par de trazos cuando vi la figura de un sol detrás del papel. No era un dibujo, sino una imagen flotando justo atrás de la hoja. Los rayos del sol eran ondas amarillas, líneas curvadas en mi dirección. Pasé la página pensando que detrás había una imagen impresa, pero la libreta estaba vacía.
Todavía miraba desconcertada aquella imagen cuando las ganas más avasallantes de vomitar que he sentido en toda mi vida me atacaron. Fue de repente, sin náuseas o arcadas falsas de aviso. Me levanté y corrí hacía uno de los baldes dispuestos para la despiadada y colectiva devolución de tripas. Sentí que había recorrido unos cincuenta metros, pero sólo fueron diez. En el camino vomité dentro de mi boca, y tuve que tapármela y tragar mi propio vómito. No quería ensuciar el suelo, porque sabía que otras personas podían pisarlo y entonces la sala sería un desastre. Logré llegar al balde y solté todo. Aún estaba consciente. Sé que en apenas un par de segundos vacié mi estómago por completo.
Audio: Lilá López*
Cuando me erguí, las paredes del salón ya no eran blancas, y sentí que en medio del salón había una enorme fogata. Podía percibir su calor y cómo reflejaba una luz rosada. La sentía, mas no la veía. En todos mis recuerdos aparece esa fogata, aunque sé perfectamente que nunca estuvo ahí. “Está rosado. Todo está rosado”, comenté en voz alta, con los ojos tan abiertos que sospeché que mis pestañas tocaban mis cejas. Cuando Eva y Lilá se miraron entre ellas, supe que estaba alucinando. Admito que ese fue uno de mis últimos recuerdos en esa mediana consciencia. Cuando me volví a sentar, sin decidirlo, cerré mis ojos como si me pesaran. Entonces la vi. No sabía que era. Parecía una mujer sentada en medio de mi mente. Todo era negro menos ella y las luces de colores que salían de su silueta. Al abrir los ojos, desapareció. Las arcadas volvieron, intenté correr de nuevo al balde pero no llegué. Una pareja que estaba a nuestro lado, pero que no conocíamos, me ofreció una bolsa a la que me aferré durante horas. O al menos para mí fueron horas.
El primer vómito fue sólo eso: vómito. Luego, sólo un momento después, comencé a sentir que mis pulmones y vísceras querían abandonar mi diafragma. Ya no se trataba de la acción fisiológica de regresar alimentos. Parecía que una fuerza externa jalara todo lo que tuviera dentro: mi pecho y mi estómago empujaban mis costillas, mi garganta transportaba lava y mi mandíbula parecía a punto de dislocarse por abrirse tanto para dejar salir nada. Ya no había ningún alimento que sacar, ni siquiera jugos gástricos. Mi cuerpo adoptó una posición incómoda: estaba de pie doblada a la mitad, con el rostro refugiado en la bolsa. No sentía mi cuerpo, y tampoco era consciente de haber tomado esa posición; había llegado allí de forma involuntaria. En mi mente todo era un caos. Los pensamientos llegaban a mí como flashes de muchas cámaras. No alcanzaba a distinguir frases, se esfumaban en segundos, una sobre otra, todas al mismo tiempo. La mujer en mi cabeza me exigía seguir vomitando, y me repetía con insistencia que tenía que sacarlo todo. Una armónica había comenzado a sonar desde hacía rato: el Taita estaba guiando la toma con música. El ritmo de la armónica se aceleró en mi mente, y la mujer me animaba a vomitar más y más, aunque ya no saliera nada de mí. Insistía en que aún había algo, y comencé a pensar que era ella quien me estaba causando esas arcadas punzantes. Le rogué para que se detuviera, le dije que ya no había nada más. Me dolía todo el cuerpo por la fuerza que hacía para vomitar y ya estaba muy cansada. Era incapaz de siquiera abrir los ojos, pero cuando lo conseguía veía la bolsa negra como un túnel infinito en el cual triángulos caleidoscópicos, fucsias y verdes, brincaban al ritmo de la armónica, agitándose desde el origen sin fin del túnel hasta mí. Las figuras desprendían una luz fluorescente, y estaban también dentro de mi mente cuando cerraba los ojos. Sabía que la entidad femenina que habitaba en mi mente no quería que vomitara algo del mundo material, palpable, físico. Ella quería sacar los prejuicios de mi alma.
El tiempo se siente distinto durante las tomas. Lento. Una siente que transcurrió un lapso prolongado, porque la mente va a 200km/h. Pero afuera todo ocurre con normalidad. Es como si la realidad se detuviera mientras en tu interior hay una carrera. Quizás sólo pasé unos diez minutos vomitando de pie, y se sintió como una hora. Esa había sido la limpieza, y fue para mí el peor momento de la noche. Cuando pude sentarme no me despegué de mi bolsa. El martirio continuó durante un momento largo. Me tapaba con fuerza los oídos, no por el ruido externo de la armónica y las guitarras, sino para detener el escándalo de mi mente. Así pasé otro rato. Aún tenía ganas de vomitar, y la entidad, a la que comencé a llamar Dios asociándola con la madre naturaleza o con la energía que mueve al universo, parecía estar examinándome. Hablaba conmigo, me guiaba hacia ciertos pensamientos y cuando yo me desviaba de ese camino, me causaba dolor físico y más arcadas. Sin embargo, al meditar sobre lo que quería decirme, mi mente se iluminaba y el malestar cesaba. En algún punto lo único que quería era complacerla, pensar únicamente lo que ella quería que pensara, como si estuviese usando algún método de adiestramiento sobre mí. Comencé a respirar muy profundo, como ella me indicó, y me agarré la cabeza para pensar. Fue un proceso largo, tuve que desenredar poco a poco mi mente y suspiraba de impaciencia. En esos momentos era yo en todo mi fatídico esplendor, siempre impaciente, siempre acelerada, queriendo abarcarlo todo, desesperándome por no terminar rápido. Siento que duré horas rumiando. Mi cabeza maquinaba a una velocidad impresionante, y era demasiado abrumador. Rogaba internamente para que los efectos del yagé abandonaran mi cuerpo y, siendo honesta, estaba sufriendo.
El afán de mis pensamientos al fin disminuyó lo suficiente para que pudiera acostarme. Me abracé y seguí dialogando internamente. La entidad ahora conversaba conmigo, nos reíamos, me mostraba las más preciosas imágenes llenas de tonos deslumbrantes y me ayudaba a encontrar respuestas. Ya no había dolor, ni prisa, no existía angustia o desesperación. Dios se marchó sin despedirse. Me dejó una versión de mí diferente, una que no temía acurrucarse a desenmarañar su mente caótica. Momentos después, Andrea, una de mis compañeras, me cuidó cuando por fin estuve a solas con mis pensamientos. Jamás me sentí tan vulnerable como en esos momentos, y en ella encontré refugio. Me ayudó a limpiarme con pañitos húmedos porque tenía cierta psicosis de estar sucia por el vómito. Me acurruqué en su regazo y ella habló conmigo aun cuando no podía formar frases coherentes. A partir de ese momento estuvimos juntos cuatro de los cinco compañeros que tomamos la medicina, acostándonos muy cerca por el frío, tapándonos con las mismas cobijas. Hablábamos y nos entendíamos aunque no terminábamos las frases. Todos nos sentíamos mejor cuando exteriorizábamos nuestros pensamientos sin pretender darles una forma comprensible.
La calma finalmente llegó. Pero sólo habían pasado dos horas. Nos quedaban cuatro más antes del amanecer. Durante ese rato intentamos dormir. Sin embargo, yo no pude. En una ocasión se acercó el Taita: “¿Cómo está?”, me preguntó, y las palabras saltaron fuera de mi boca: “¿Por qué le dan la medicina a los hombres primero?” Casi fue un reclamo. Él me explicó algo sobre las diferencias entre la energía de hombres y mujeres, pero yo ya estaba perdida en mi mente de nuevo. Divagué hasta la armonización; en este punto nos pidieron descubrirnos el pecho y nos limpiaron espiritualmente. Después de esa “limpia” sentía que respiraba diferente, que el aire entraba mejor a mi diafragma. Una hora después nos marchamos.
Al viajar hacia el encuentro tenía un propósito: quería que la medicina me arrancara toda la angustia alojada en mi pecho. Quería sacarme el peso de tener que convivir diariamente con una mente dañada y podrida, que me entregara la fuerza para dejar de ser mi propia enemiga. Quería respuestas, una palabra, una frase. Algo que me sirviera para de nuevo unir cada trozo de mi quebrantado espíritu. Lo que obtuve no fue precisamente eso. Durante mi trance, en voz alta, me quejé cientos de veces: “No lo encuentro, no lo encuentro”. Nadie, incluyéndome, entendía qué era lo que buscaba. Cuando el Taita se acercaba a hablarme se lo decía, le repetía que no lo encontraba. Él seguramente me respondió algo muy coherente, pero no escuché ni entendí nada. Mi trabajo parecía ser totalmente interno, me era muy difícil salir de la introspección. En ocasiones, el Taita me pasaba un ramo de hojas por el rostro, me aplicaba Siete Esencias de los Andes, un frasco amarillo que contiene hierbas con un liquido en su interior y sale en spray, muy usado en ceremonias para atraer la buena energía. Entonces, sucedía la magia: mi cuerpo se erguía y se elevaba hacía él. Me sentía mejor con su guía, pero cuando volvía a mi cabeza todo era caos y sufrimiento. Una búsqueda insaciable.
La medicina no me dio respuestas. Esa noche, la medicina me dio un inicio, un proceso. Entendí entonces que si seguía considerando que soy alguien a quien le falta un tornillo para funcionar correctamente, esperaría aquella respuesta eterna y desesperadamente, como la busqué en mi trance. Porque no existe. Eso quiso decirme la diosa que vi y las plantas sagradas que entraron a mi cuerpo. Lo que yo debía sacar mediante el vómito, era aquella pretensión de poseer una verdad universal sobre el bienestar mental humano. Debía abandonar los prejuicios sobre mí, dejar de odiar y rechazar esa parte siniestra de mi ser. El yagé entró en mi cuerpo como una pantera, salvaje y poderosa, atacando la contaminación en mis razonamientos. Luego, con la paciencia y el amor de una madre, me mostró el camino que podría seguir. Así, como madre, se despidió, confiando en que yo podría cuidar aquello que me había enseñado, en que puedo continuar con mi proceso.
Sobre la autora
Camila es estudiante de octavo semestre de Comunicación Social-Periodismo de nuestra Facultad de Artes. Feminista con campo de acción en el periodismo con enfoque de género. Admiradora de la ilustración, el universo sonoro y la escritura creativa. Interesada en la investigación de medicinas ancestrales y herencia de conocimientos sagrados.